sábado, 25 de agosto de 2007

¿Aún te sigues mudando de habitación, tan solo porque la estancia no se parece a lo que habías imaginado?

Ella no pierde la ocasión de apropiarse de mi regazo, sólo por el hecho de estar, y eso me tranquiliza. Hace tiempo que lo sabe y lo esconde, allí donde sea que esconde todo lo que no sabe que no entiende. Ella y mi regazo filo contra filo extremando el equilibrio del momento breve, del borde detenido. Hay un límite para la franqueza. Si tuviera donde ir, allá fuera, me abandonaría sin dudarlo.

- Si yo tuviera a alguien más aquí dentro te desterraría.

(Sus pupilas son grandes).

Así es como perdemos el tiempo, yo y el animal pequeño de mis insomnios, cuando toca quedarse en este reino sin vistas al mar. Una casa de paredes acolchadas con horarios, de colores picados tapizando no se qué ángulos desconocidos, qué deshechos ni dudas desmemoriadas. Y no la cambiaría por nada. Nada, porque quizá más tarde, por las tardes, nos dejaremos doler por lo inabarcable del océano. Así de fácil. Ciega me atrevo a la ventana, con la herida de lo infinito tatuada en las retinas, cuando lo bello es lo que más duele, y el corazón me rompe los huesos y el espacio que los separa de todo y ni cerrar los ojos ni sumar laberintos ni creer que ya podría haber llegado la hora en la que cada cosa esté en su sitio porque de nada me sirve, yo busco la utilidad de lo inmenso, y luego qué.

Luego basta con negarse, por el momento, a los naufragios. Retomas cada gramo y lo das por cierto. Y ahora ya ves. Tengo mis recursos, me digo. Y mi propio lado del teléfono, el de las palabras encubiertas, el del sólo hay un sitio en esta ciudad en el que tú y yo debamos vernos de nuevo. Pero esta vez seré yo quién llegue tarde.

(Se ríe, sólo para que sus pupilas sean aún más grandes).

La expulso de su rincón favorito, el de las piernas cerradas, y siempre en ese instante se que agarrará mi carne con las uñas y me mirará como diciendo sabes que no es mi culpa, así, con la garra hundida en el punto final de mis nuevas líneas rojas centelleantes. Más heridas. Los muslos más marcados. Tampoco me importa y sí la castigo porque puedo hacerlo. Le digo entérate, puedo batir las caderas con violencia sin llegar a rozarle. El tacón alto, la boca pintada, la cara embobada, todo un mundo que puedo, que yo puedo vencer en una piel, reeditar una presencia, imaginar que acabo con esta soledad compartida para tú me des las gracias. Gracias. Dímelo. Dime que volverás al hueco asfixiante de mi regazo otra vez. Otra vez cuando el olor de mi cuerpo se haya corrompido en el olor del corazón inservible y yo corro a mi ventana, mi música, mi mar, otra vez tú, otra vez la calma y la lágrima y repetirme en voz alta no puedo creer que tanta poesía no haya servido para nada.

Pero Ella siempre vuelve, sólo por el hecho de estar, y eso me tranquiliza. Observo su universo simple, con la envidia de los que poseen algo más hermoso que uno mismo, impotente porque yo no puedo. Porque no es tan simple, o sí. Ya no me apetece, es sólo eso. Y Ella gana.

- Nos mudamos de nuevo.

Dicen que los gatos huelen tu miedo, pero las hembras además, se apoderan de él.

Ahora sus pupilas son ya inmensas, parece claro.