martes, 26 de febrero de 2008




Tiene que decirle que es como tener las tripas cogidas con tenazas.
Que le duele y no sabe dónde.
Tiene que alcanzarla antes de que cruce la calle. Tiene que detenerla y no perderla de vista entre la gente gris, la atmósfera gris, los días grises que le desdibujan el contorno que también es gris humo inhumano que ya no le cabe en los pulmones. Y decirle que tiene que decirle que su pelo es rojo.
Y que sólo ella tiene el pelo rojo.
Y que hace tiempo que ya nada es rojo.
Que rojo es saltar al vacío desde ninguna parte. Roja la sangre púrpura escapando de sus venas antiguas rellenas de nada. Su nada fiel nada acogedora su nada ni viva ni muerta su miedo aterrado y su patrimonio, su mimesis desbocada de sí mismo tan inmensa que le arranca y corre llamándola a gritos porque todo él se ha convertido en grito, en mimo en el desierto, en chillido de carne a través de leguas de tierra sembrada de masas mortales cubiertas de polvo que ni siquiera se ven, apenas se entienden pero se nombran y se saludan y se hacen llamar hombres. Hombres distintos. Colisiones de masas. Él persiguiendo un cabello rojo. Él cargando su propia gravedad de hombre colgado del revés ensartado en lo alto del pararrayos del tiempo que vuela, y lo sabe, y por eso corre aunque tropiece, aunque ruede por el suelo se levanta y sigue corriendo porque tiene que darle alcance. Debe conseguir que le mire, pedirle que le salve, decirle que le explotan los errores en las manos, que a nadie parece importarle que un cuerpo reviente en pedazos a su lado, cuando el cuerpo que estalla es una esfera grande y redonda de lluvia traslúcida con cientos de puntos minúsculos que dejan de ser músculo cárcel mentira epitelio para acabarse sin remedio a un latido de su meta dejándole sin alcance, ni salvación, ni cuerpo desintegrado con el sólo chasquido de unos dedos.
No es más que un crujido en seco. Más que sus huesos cayendo por el suelo, o un sonido.
Tal vez un final diferente, que también acepta.
Descansa.
Sonríe.
Imagina su huella inerte.

Aún no lo sabe, pero alguien se acerca.

martes, 12 de febrero de 2008



Martina siempre ha querido llamarse así, aunque no lo supo hasta hace unos días. Debía de ser por la mañana, porque el sol entraba por la ventana de la derecha, y cuando lo hace por esa ventana, normalmente colorea todas las cosas que encuentra a su paso tan firmemente, que las despierta.

A pesar del sol de aquella mañana, yo aún no había reparado en su presencia, porque Martina suele ser invisible y yo no intento buscarla. Además, a ella no le importa. A ella le preocupa más su nombre. Recuerdo que la última vez que hablé con ella, tratamos de encontrarle uno.

- Si fuera chico me gustaría llamarme Javier, me dijo.

En realidad, en aquella ocasión se llamaba Javier. Tenía unos preciosos rizos dorados que le hacían parecer casi diez años más joven. Me lo encontré por sorpresa proyectando sombras chinescas frente al sol de poniente. O eso creí yo, porque cuando me acerqué a preguntarle qué hacía, me dijo que juntaba las líneas de sus manos, para que tuviera sentido.

- ¿El qué? –le pregunté.

Me cogió las manos con las palmas boca arriba y me señaló tres líneas.

- No se tocan -le dije yo, mientras le miraba intentando averiguar a quién me recordaba.

- No importa –contestó, y cogiendo un lápiz rojo, unió dos de ellas- así ya sólo serán una.

Hubiera querido protestar. Aquellas líneas continuas me parecían una estafa. Una marca es como es, y yo tengo líneas separadas y son mías. Discontinuas, inconexas, finitas, mías. Mis manos pintarrajeadas no tenían más sentido, e intenté decírselo. Intenté detenerle. Intenté explicarle, mientras dibujaba, que a veces las cosas son como son, y no puedes inventarlas. Quizá le hubiera convencido, no lo sé, porque no fui capaz de pronunciar palabra alguna. Cuando terminó, giró las muñecas, y me enseñó sus palmas.

- Mira.

Eran tan blancas y tan finas que se podía ver la tierra a través de ellas, como cuando miras a través de un cristal sucio. Sobre el cristal sólo había un largo trazo rojo que él mismo se había pintado. Abandoné la idea de hacerle más preguntas, y él, ignorando mi mutismo, soltó mis manos, se sentó en el suelo con las piernas cruzadas, y me confesó cabizbajo que no sabía cómo le hubiera gustado llamarse de haber sido chica. A mí me parecía una idea absurda, pero barajamos algunos nombres sin mucho acierto. Quizá durante mucho tiempo. Luego estuvimos hablando de él. Me contó que era feliz, que viajaba y sabía idiomas, que no solía tener miedo, y que se sentía libre. Yo estuve escuchándole hasta que volvió a hacerse de noche, y luego, le olvidé para siempre.

Como iba diciendo, aquella mañana yo me dedicaba a esperar que se vaciara la pereza en el desayuno. Si alguien hubiera podido verme por un agujerito, seguramente habría pensado que todo iba bien. Acto seguido, se habría aburrido y habría buscado otro agujerito por el que observar a alguien más atormentado. Y no le culpo, a veces la paz de los demás puede resultar desesperante. Quizá por eso la gente elige la soledad para evadirse, para así no aburrir a nadie. Quizá por lo mismo por lo que se elige el silencio para oír mejor. Un silencio en el que un quiero llamarme Martina susurrado al oído hace que te incorpores de un salto.

Fue entonces cuando la vi. Supe de inmediato que esta vez me resultaría más difícil ignorarla, porque ahora había encontrado el nombre que le faltaba. A juzgar por el tamaño de sus ojos, esta vez debía de ser una niña. Estaba de pie junto a mí, y aunque parecía más alta, apenas me llegaba a la cintura. Creo que esperaba que le dijera algo, pero no lo hice. No creo que comprendiera que ella era una intrusa, y que yo no soy amable con los intrusos, pero aun así, no pareció decepcionada. Incluso aunque parecía casi tan real como yo. Cuando empezaba a albergar la tentación de acercarme, di un paso atrás, me concentré, miré más allá de ella, y comenzó a desaparecer.

Tardó más tiempo que otras veces en borrarse, pero creo que no le dolió. Ni siquiera se dio cuenta. Mientras Martina se desvanecía, estuvo jugando a pintar animales con acuarelas y sonreía para ella, sin mirarme, hasta que no quedó nada. Luego, recogí los platos del desayuno.

Para entonces ya estaba olvidada.

domingo, 3 de febrero de 2008



Has regresado de tu propia ausencia
trayendo contigo el tiempo
al lugar del abrazo

donde tu pecho avanza pero también cede
ante lo vasto de este hemisferio
y su minúsculo dominio
que se transformará mañana
llenándose de fieras infantiles

y se declarará país
sólo lo que quepa en un rectángulo
y tú estarás entre el gentío
y tirarás piedras a escondidas
y porque puedes marcharte aguantarás aquí

con el frío que hace

cuida que nadie te vea
cruzar los dedos de las manos
cuando afirmes que no te lo preguntas


pero hazlo


cuídate de lo ajeno y la amargura
porque aún desconoces
la magnitud de tus dudas


(pero tú al menos sí que lo sabes).

viernes, 1 de febrero de 2008




Lo intento
de verdad que lo intento
pero a ratos la pausa
del mundo
la tregua
la soledad de mi palco está

en el final
y en el comienzo a pesar
del pie que dejo desnudo

le digo que no es mi culpa
que no lo entiendo
que no me queda tiempo que siguen

la vorágine
el letargo
los abortos

la recaída la sed
y la piel
repito
la piel
también es un órgano

un empacho de pájaros
(demasiados)
la caza del pez encendido
la ingravidez que me mueve
y me tapa la boca

y el dedo levantado
para que te estés quieto

pero ya estás quieto

para que no te vuelvas
para no pierdas espacio porque voy

estoy

soy

revivo.