martes, 12 de febrero de 2008



Martina siempre ha querido llamarse así, aunque no lo supo hasta hace unos días. Debía de ser por la mañana, porque el sol entraba por la ventana de la derecha, y cuando lo hace por esa ventana, normalmente colorea todas las cosas que encuentra a su paso tan firmemente, que las despierta.

A pesar del sol de aquella mañana, yo aún no había reparado en su presencia, porque Martina suele ser invisible y yo no intento buscarla. Además, a ella no le importa. A ella le preocupa más su nombre. Recuerdo que la última vez que hablé con ella, tratamos de encontrarle uno.

- Si fuera chico me gustaría llamarme Javier, me dijo.

En realidad, en aquella ocasión se llamaba Javier. Tenía unos preciosos rizos dorados que le hacían parecer casi diez años más joven. Me lo encontré por sorpresa proyectando sombras chinescas frente al sol de poniente. O eso creí yo, porque cuando me acerqué a preguntarle qué hacía, me dijo que juntaba las líneas de sus manos, para que tuviera sentido.

- ¿El qué? –le pregunté.

Me cogió las manos con las palmas boca arriba y me señaló tres líneas.

- No se tocan -le dije yo, mientras le miraba intentando averiguar a quién me recordaba.

- No importa –contestó, y cogiendo un lápiz rojo, unió dos de ellas- así ya sólo serán una.

Hubiera querido protestar. Aquellas líneas continuas me parecían una estafa. Una marca es como es, y yo tengo líneas separadas y son mías. Discontinuas, inconexas, finitas, mías. Mis manos pintarrajeadas no tenían más sentido, e intenté decírselo. Intenté detenerle. Intenté explicarle, mientras dibujaba, que a veces las cosas son como son, y no puedes inventarlas. Quizá le hubiera convencido, no lo sé, porque no fui capaz de pronunciar palabra alguna. Cuando terminó, giró las muñecas, y me enseñó sus palmas.

- Mira.

Eran tan blancas y tan finas que se podía ver la tierra a través de ellas, como cuando miras a través de un cristal sucio. Sobre el cristal sólo había un largo trazo rojo que él mismo se había pintado. Abandoné la idea de hacerle más preguntas, y él, ignorando mi mutismo, soltó mis manos, se sentó en el suelo con las piernas cruzadas, y me confesó cabizbajo que no sabía cómo le hubiera gustado llamarse de haber sido chica. A mí me parecía una idea absurda, pero barajamos algunos nombres sin mucho acierto. Quizá durante mucho tiempo. Luego estuvimos hablando de él. Me contó que era feliz, que viajaba y sabía idiomas, que no solía tener miedo, y que se sentía libre. Yo estuve escuchándole hasta que volvió a hacerse de noche, y luego, le olvidé para siempre.

Como iba diciendo, aquella mañana yo me dedicaba a esperar que se vaciara la pereza en el desayuno. Si alguien hubiera podido verme por un agujerito, seguramente habría pensado que todo iba bien. Acto seguido, se habría aburrido y habría buscado otro agujerito por el que observar a alguien más atormentado. Y no le culpo, a veces la paz de los demás puede resultar desesperante. Quizá por eso la gente elige la soledad para evadirse, para así no aburrir a nadie. Quizá por lo mismo por lo que se elige el silencio para oír mejor. Un silencio en el que un quiero llamarme Martina susurrado al oído hace que te incorpores de un salto.

Fue entonces cuando la vi. Supe de inmediato que esta vez me resultaría más difícil ignorarla, porque ahora había encontrado el nombre que le faltaba. A juzgar por el tamaño de sus ojos, esta vez debía de ser una niña. Estaba de pie junto a mí, y aunque parecía más alta, apenas me llegaba a la cintura. Creo que esperaba que le dijera algo, pero no lo hice. No creo que comprendiera que ella era una intrusa, y que yo no soy amable con los intrusos, pero aun así, no pareció decepcionada. Incluso aunque parecía casi tan real como yo. Cuando empezaba a albergar la tentación de acercarme, di un paso atrás, me concentré, miré más allá de ella, y comenzó a desaparecer.

Tardó más tiempo que otras veces en borrarse, pero creo que no le dolió. Ni siquiera se dio cuenta. Mientras Martina se desvanecía, estuvo jugando a pintar animales con acuarelas y sonreía para ella, sin mirarme, hasta que no quedó nada. Luego, recogí los platos del desayuno.

Para entonces ya estaba olvidada.