lunes, 24 de noviembre de 2008


El vacío que observaba me dejaba verle los huesos. De nuevo se mecía como si fuera a lanzarse, como si dudara de la espesura del aire que la rodeaba. Un aire ni gris ni blanco cogido entre las costillas que se le iba creciendo y mezclando. Que se le imponía mansamente.

 

I. Mientras respiraba.

Nunca la había visto tan desnuda. Ahora era una columna arqueada, dos hombros horizontales, una especie de matorral de marfil igual que cualquier esqueleto de libro de anatomía. Posición: sentada. La mandíbula sobre la rótula derecha. Los huesecillos alineados de los dedos se cruzaban sobre la tibia para mantenerla en equilibrio. Según la invadía aquella nada, aumentaba el contraste de una estructura que siempre había estado ahí, entre mis manos. Me sentí algo ridículo y traicionado. Yo mismo, inevitablemente, me deshacía como ella.

En cierto modo me hacía gracia.

II. Verla.

Aunque no quedara ya ni un rastro de carne, ni labios, ni pelo. Aunque la vida se me deshuesara sin quererlo, tuve suerte. Pude ver lo que hacen las cosas invisibles con los cuerpos. Después de aquello ya no he vuelto a ver nada.

No diré que desapareció porque sé que no es cierto
y sin embargo.

Decir que volaba hubiera resultado demasiado fácil.