jueves, 25 de octubre de 2007

Del Frío


- Llegaré algo tarde, lo siento, ¿estás bien?

Hacía tiempo que su voz sonaba muy apagada. Ya ni siquiera la intentaba descifrar, pero aún así intuyó entre tanto alboroto un cierto consentimiento resignado. Qué otra cosa podría ser. Ya sabía que todos los años era lo mismo. Aunque no siempre. Antes no llegaba nunca tarde, quizá porque no le molestaban las colas, ni le invadía ese vértigo del tiempo que se agota ni la obligación de hacer recuentos. Qué absurdo, pensó, en el fondo.

- Tranquilo, me dará tiempo. Tengo que dejarte. Un beso.

La muchedumbre se arremolinaba en torno a la caja. Por un momento sintió lástima de aquella dependienta de aspecto taciturno a la que probablemente estarían esperando en algún lugar agradable, donde la recibirían con gritos y champagne, o tal vez no. Tal vez no le esperaba más que un sofá solitario y una ración de uvas confitadas al ritmo de las campanadas. Definitivamente, no era una buena noche para los que están solos. Pudo apiadarse de ella, sin más. Cogió la bolsa y salió del establecimiento.

Fue la última en escapar del gentío, agradecida. Había aprendido a valorar el invierno, quizá porque ahora encajaba mejor en él. Desde luego, en otros tiempos, aquella humedad fría en la cara le habría calado el humor, pero ahora, ahora había cosas más importantes que el frío. No podía llegar tarde y sacudida por la prisa, corrió hacia el coche, dejó la bolsa en el asiento de al lado, encendió un cigarrillo y arrancó.

Decidió volar. Era su oportunidad. Las calles se habían reabsorbido súbitamente hacia las ventanas, todas encendidas. Ahora el exterior se contenía en aquellas gigantescas colmenas y ella tenía el camino libre para explorar la ciudad a su antojo. Se apropió de cada reflejo en el asfalto, de la oscuridad de las avenidas, de cada semáforo en rojo, y aunque deseaba llegar a tiempo, soñó con perpetuar aquel recorrido perfectamente calculado e imaginar que acaba en un sitio lejano. Aquel refugio de la sauceda, por ejemplo, hacía ya tres noviembres, cuando aún se resistían al clima. Entonces lo combatían enredados bajo las mantas, entre botellas de anís y chimeneas encendidas hasta la madrugada. Incluso la nieve tenía algo de cálido en aquella época. Si entonces lo hubieran sabido, seguramente no se habrían reído así de la ventisca que les azotaba. Nunca se habrían expuesto a la intemperie, ni se habrían prometido tanto calor de saber que no podían permitírselo, de saber que de nada les valdría el consuelo de al menos habérselo prometido y no acabar así, vencidos por el deseo inconfesable de que pronto todo termine con el que cada día, desde hacía ya tres meses, doblaba aquella misma esquina, y la llenaba de esperanza.

Le habían robado el hueco donde siempre aparcaba, pero no se sorprendió. Acostumbrada a la impunidad de aquella noche, dejó el coche en doble fila. Se permitió apenas un instante para tomar aire y no olvidar las veinticuatro uvas, las dos copas y la botella de licor de manzana sin alcohol. Ya quedaba poco. De todos los agujeros de luz que adornaban la calle, sin duda alguna la entrada del hospital era el más grande y brillante. Se armó de valor: ahora sólo tenía que concentrarse en sus piernas. Asegurarse de que podrían llevarla hasta aquel faro deslumbrante que le daba la bienvenida, sin salir huyendo.

Eran las doce menos cinco.

El conserje de guardia se había tomado un oportuno descanso en el puesto de enfermería de la planta baja. No tenía tiempo para entrar a saludar, así que agradeció que la puerta estuviera cerrada y a duras penas consiguió enfilar el pasillo sin hacer sonar los cincuenta pasos que la separaban del ascensor. Había conseguido llegar a tiempo. Contó mentalmente diez segundos hasta la cuarta planta, otros diez hasta la habitación y unos veinte para un beso, algún gesto de ánimo y una sonrisa que iba ensayando mientras ascendía. Un ¿cómo estás? Lleno de dulzura, o mejor una felicitación divertida blandiendo las bolsitas de uvas, algo que pudiera provocar una risa, lo que fuera.

Antes de decidirse, las puertas de acero le abrieron el camino del pasillo de planta. Igual de blanco que hacía unas horas, aunque puede que más fluorescente y rotundamente más desierto. Dirigió su vista, como de costumbre, hacia la penúltima puerta del lado derecho, la única que estaba abierta. La única puerta en todo el corredor que, inexplicablemente, aparecía custodiada por un carrito de limpieza y un hatillo de sábanas en el suelo.

Y sobre todo, mantuvo la calma. La mantuvo durante los veinte segundos aproximadamente que tardó en acercarse a aquellas sábanas encogidas sobre el mármol. Se aseguró: habitación 406. Y se sostuvo el alma. Aguantó aunque no quería ver desde lejos la cama vacía. No quería hacer notar su presencia, ni quiso que la enfermera pasara por su lado llevándose la bomba de morfina. Mantuvo la calma para no formular ninguna pregunta a aquel ser, repentinamente tan extraño, que, quitándole amablemente las bolsitas de uvas de las manos, le dio una respuesta que tampoco había querido.

- Acaban de bajarlo al depósito, te están esperando.

Afuera, los cohetes anunciaban la fiesta.