miércoles, 16 de febrero de 2011

Castillos de arena



Una a veces olvida que siempre hay una primera vez para todo, o que puede que la vuelva a haber. Abrir una página cualquiera, cascar una nuez, quedar con un viejo amigo. A saber. Tantos días después de verle aún sigo pensando en ello. Su manera de decir cambiaste.

Que cambié, quiso decir, con el tiempo. El largo paso de estaciones. Esa sucesión de acontecimientos inesperados desde, por ejemplo, aquel día –mostrador de aeropuerto mediante- en el que nos vimos por primera vez. O eso creemos. Horas antes me habían quitado en el control un bote lleno de arena. Era una de esas arenas blancas y perfumadas que parecen polvo de talco, contenida en un improvisado bote de galletas. No sabría decir para qué.

Le dije: ¿sabes que está prohibido sacar arena de una isla?

Prohibido significaba que revolvieron mi equipaje y extrajeron de él aquel bote transparente con su gruesa tapa de color marrón. El agente lo inspeccionó y, con cierto hastío, me dijo que tenía que requisarlo. Luego lo depositó en un contenedor lleno de objetos inútiles. Bajo la luz fluorescente, brillaba.

- ¿Y para qué querría alguien llevarse arena?

- No sé, para hacer un castillo, o para llenar ceniceros. Era bonita.

Creo que le gustó mi respuesta porque sonrió. Supongo que resulta divertido imaginar un castillo de arena decorando un piso en Madrid. Luego seguimos charlando entre tránsitos y avisos por megafonía; bandejitas de autoservicio y mesas de plástico. Vuelo, aterrizaje, intercambio de teléfonos, despedida. Cuando recibí su mensaje acepté la invitación sin dudarlo. Hace ya varios años de aquello.

Cambiaste, me dijo hace unos días. Y viajo a aquel contendor donde un bote de arena permanece inmóvil mientras me alejo. Prohibido sacar arena, me digo.

Pero nunca volví a intentarlo otra vez.

Tal vez se refiera a eso.